martes, 29 de octubre de 2013

La casita blanca




La presencia de la luz resultó abrumadora. Desde entonces permanezco en la rama de la vieja encina. Habito el mediodía, solo el mediodía. Solicito a los pájaros que suban a la rama algunas piedras, y que manchen sus patitas con la tierra húmeda.

La mañana está antes que la tarde, pero no por el concepto temporal, ni por el lingüístico. La mañana es el número 3 y la tarde el número 7. Así el equilibrio y la armonía que producen la mañana y la tarde, es el número 1, la pureza. Tan solo a mediodía. Allá donde se cruza el sol con su caída, con su algidez, con su belleza primera.

Ya no estaba mi cuerpo ni la imagen visible de la mediocridad. Un espíritu extraño se sentaba en un tronco de madera rugosa, nunca salió de allí, siempre estuvo en él.

No hemos habitado nunca, nuestros cuerpos son símbolos que permanecen intactos en el confuso laberinto. Solo quedan el espíritu y la razón de la palabra poética.

Toco las patas de los pájaros y lleno mis manos de tierra. La huelo. No puedo contemplar las manos. Mis propias manos. Tan solo hay luz, una señal que desprende el cuadro de Pérez Galdós, como la palabra de Sócrates a las puertas de Atenas, como la sombra de la torre de Hölderlin.

Hoy ha entrado un matiz por la abertura de la casita blanca. He corrido a atraparlo. Las alas no permiten su captura.