lunes, 17 de junio de 2013

Colores radiantes




Con el palo del bombón helado muevo las colillas que arrojo al cenicero de agua amarillo. Recuerdo a Sultán. El chasquido del resto de cigarro, al caer en el líquido, es parecido al intento de comunicación de los indolentes cuando planteo una duda a la que no pueden responder con la sola impresión de su mirada.

Me enseñaron la magia de los números, las puertas que se abren y se cierran en nuestra geografía, el momento adecuado para ello y, sobre todo, su complicidad que es reciprocidad.

Ahora mantengo una extraña relación con los indolentes. Me visitan de vez en cuando, recibo mensajes por muy diversas vías, incluso escriben correos electrónicos que debo imprimir y descifrar. No acabo de entenderlos y aguardo su presencia para aclarar algunos signos que, aparentemente, no indican nada.

De sus pensamientos descubrí el ritmo permanente, ese paso constante que conocía tan bien Luis Rosales en sus últimos libros. Era como pasear, hablar, vivir con esa mezcla de tono y ritmo que acompaña los propios actos.

Y del ritmo llegó el tono, y del tono la distancia. Entendí, en el banco de san Clemente, que el ángel negro permanecería a mi lado, en persona o en espíritu. Él me ayudo a enterrar a dios junto a su árbol, ordena los poemas y los cuadernos marrones. Lo extraño es que nunca pide nada, ni se alimenta, ni solicita ayuda. Tan solo, cuando me ve cabreado, desea que le compre libros de poemas malos.

En Moguer me defendió muchas veces de la tentación del cuerpo que deja de ser carne para convertirse en alimento, encontró los anillos en la azotea, y arregló con su magia algunas imágenes de José Antonio que mi torpeza en la madrugada destruía.

El infierno de Dante es como el día 16 de junio, La Odisea de Homero, Telémaco o Proteo, Néstor.

He gastado todos los cuadernos marrones. Ahora los necesito de colores, de radiantes colores. Si no vas a venir nunca me des la mano, dice el indolente número 13, que ahora es el 4.