lunes, 6 de mayo de 2013

El mercado de Sonora




CERCA del mercado de Sonora quedé con un señor que no había visto nunca. Ni siquiera imaginé su rostro en las conversaciones telefónicas. No propuso guerras, todo eran facilidades. Debía entregarme unas fotos por una mísera cantidad de pesos.

Me alojé en el Downtown, en Isabel la Católica, por aquello de recordar la patria. Natalia había hecho de anfitriona en las largas avenidas, en las cortas la cadera molestaba por el tránsito.

Recogí las fotos, pagué los pesos y corrí hacia el hotel con el miedo entre las manos. Confuso laberinto.

Ya en la habitación, y tumbado en la cama, encendí un cigarrillo y respiré. Estaba en las fotos, era uno mismo. Mucho más descuidado y con humildes ropas. Las instantáneas se habían tomado en los arrabales de México D.F. Una mañana azul, un día claro en los que el cielo daba alas a la verdad, a la virtud y a la sinceridad. Estaba en esas fotos.

No fijé la atención en un corazón que galopaba como un pura sangre. El pitillo se quemaba entre los dedos.

Durante el vuelo de regreso a España no me separé del sobre con las fotos. De vez en cuando acudo a él y pongo las imágenes sobre la mesa con los libros de poesía. También saco las fotos de mi padre, esas que le hice un día cuando ya estaba muerto y paseó conmigo en barco por la ría de Isla Cristina, y las que me regaló un turista que hizo a la tía Juana, muchos años después de su fallecimiento, en un autobús de línea por Sevilla.

Todas las fotos las analizo, las toco, las huelo, las aprieto contra mi corazón, ese que golpeaba el sentido común de la vida y sus castigos.

Ahora estoy convencido que la cuna y la sepultura son una misma cosa, ambas están en el confuso laberinto de la verdad.

Los pájaros siguen gritando. Parece que presagian la caída de un cuadro o una tormenta venidera.

En Moguer perdí los anillos, aquellos que recogí en el banco de san Clemente. Estaba en la azotea. No habían llegado aún ni Diego ni Juan. José Antonio me enseñaba las estrellas. Respiraba pasión, religiosidad y la poesía de Juan Ramón.

No podía imaginar que veinte años después pasearía por los puestos del mercado de Sonora. Que un puñado de pesos me otorgaría la esencia y la existencia ajenas y propias. Que el grito de los pájaros anunciaba un laberinto que ha cerrado para siempre. Que los anillos los recogió un pájaro negro, a la luz de la luna, y los dejó en mi mano izquierda.

He dejado de ser en innumerables ocasiones. La última ocurrió paseando con la bicicleta blanca. Un árbol me enseñó un libro de Chaves Nogales y otro árbol los poemas de Bécquer. Me fui con el poeta de Sevilla, pero sin los sevillanos.