jueves, 13 de diciembre de 2012

¡Cuánta densidad!



CUANDO despierto al amanecer, en el centro del laberinto, apenas puedo respirar. La atmósfera es rebelde y el esfuerzo se realiza con sustancialidad. Respiro lento y poco. Me asfixio. Falta el oxigeno y el alimento. Los libros que tengo a derecha y a izquierda están húmedos por el rocío de la mañana. Vive la densidad.

La cadera, el codo, todas las articulaciones, acusan la humedad. Me cuesta levantarme. Ya tardé en dormir y en coger una postura cómoda y permanente. Cuando eso ocurre hablo con Marco Aurelio y con Anaximandro. Ellos me entretienen, agudizan el ingenio con la sola lectura, alimento fugaz pero constante.

Sobre las ramas de lavanda y de romero, que están muy densas y grandes, he puesto unos cuadros. El Pérez Galdós, el Neville, los Cobián de las bicicletas en el mar, las flores de la escuela holandesa. Cuando amanece veo el arte. Suena Mozart. Es como si estuviera en casa pero sin chimenea y sin contemplaciones.

Los cuadros no están derechos. Con la mano y una rama de encina intento justificarlos. Es imposible, en los arbustos no existe la armonía, ni el equilibrio. Mantengo la visión torcida.

Me dicen que me cuide y lo hago, pero dentro del laberinto. Salgo de vez en cuando para saludar a aquellos que permanecen en la cola, junto al pilón. Los abrazo lentamente, como la respiración. Y les muestro mi cariño que siempre es verdadero. A aquellos que no deseo ver no los miro, paso de largo, como ajenamente. Todo es literatura, todo es poesía.

Llega A. Sus ojos me saludan. Sonríe. Creo que le gusta Mozart.