lunes, 13 de febrero de 2012


EN la fertilidad de la palabra se encuentra la decencia. Es como una inspiración. Hoy al abrir la lata, antigua y oxidada, he tomado los anillos. Estaban los dos, el de las señales y el de las intenciones. También aparecieron las llaves de la casa, los botones, el pendiente olvidado, la garantía del reloj que ahora llevo. Son los años noventa. Los relojes dan la hora, el tiempo y la monotonía.

Una mujer muy mala no deja de decirlo. Son las mismas palabras. Que si el ciento y la madre son uno, dos y cinco, que si la madreselva es una inclinación. No. No. Los amores se mueren, el aliento desaparece como lo hacen las nubes. En Madrid hace frío y en Soria malaleche.

La Rapsodia para alto, basada en Goethe, me entusiasma. Brahms estremece. 

No hay diferencia entre el amor y la comprensión. Ni creo en lo uno ni en lo otro. Nunca pedí nacer, ni vivir, ni ser alguien. ¡Qué se jodan los feos, los tiesos y los vagos! Los poetas de estirpe, los de la buena vida, esos que con palabras encuentran la razón, ni habitan en los bosques ni en los parques, ni siquiera en las nubes. Los poetas de antaño, Juan Ramón por poner un ejemplo, se quedan en el ejemplo. Es una bella cubierta sobre fondo de alas, de alias o de aliento.

La vida, mujercilla. La vida, hombre de bien. La vida, masoquista. La vida, borracho de París, de Londres, de Lisboa. Sigue sonando Brahms. Es la clarividencia. Es la fertilidad. Ya no dejas mensajes. Dices que es tarde, el móvil se ha apagado. La puta voluntad de los ojos siniestros.