miércoles, 28 de diciembre de 2011



ME repiten, como a Víctor Botas, que deje de fumar. Y es que no puedo. No sé si es el humo, el sabor, o la melancolía de soltar el paquete encima de la mesa, junto al resto del vicio: la botella de whisky, el vaso con hielo, las velas y los libros. El cenicero repleto de colillas y el tanga (ropa interior negra de un trofeo matutino) manchado de cagadas de gecónidos.

Socialmente estoy mal visto. Hasta debo esconderme de los atareados. Debí dejarlo antes. Unos amigos me llevaron a un hipnotizador fantástico que hacía milagros. Treinta personas en una sala. Dispuestos que la libertad redime, convencidos, entregados a la ausencia de luz y a una voz con carisma que nos iba durmiendo.

Justo en esos momentos en los que dejas de ser tú para ser otro, y sigues siendo el mismo, recordé a Juan Ramón: la mesura de barba, la otorgación del acto. Pensé en el anillo, la azotea, mis pájaros, las nubes, la encina y el olivo. Traje a la memoria a Víctor Botas, Historia Antigua, Segunda mano o Retórica.

Salí de allí con un libro de Platón en las manos, el Critón. ¿Justicia o injusticia? Me fumé al hipnotizador en un descuido súbito. Sabía a contrato social, a sueño. Era la rebeldía.

Ya en casa, en silencio y soledad, decidí prender fuego a todos los centros de estética, a las hojas de arroz y a los perfumes. Encendí un cigarrillo y aspiré. Al tercer día originé una corriente de humo llena de dignidad. No es rebeldía -me dije-, es excelencia. Sí, es decoro. La voluntad de ver más allá de los árboles.