miércoles, 31 de agosto de 2011

35 (Treinta y cinco)



Llevo media vida luchando con los desvíos que atacan mi poesía. Acechan, se esconden, maltratan. Descubrir los matices y admirarlos ocupan la otra media.

Hay desvíos engañosos, que fingen ser matices. Se establecen y piensan, tienen su propia libertad. Ellos hacen discurrir lo que no es. Ellos saben mentir como los grandes. Hay un desvío azul, con cara de ciruela. Se ha colado en un verso.

Por eso, cuando quiero, tomo los poemas escritos y los escondo en un cajón muy hondo. Cierro con llave y los dejo allí varios meses, incluso años. Como un desvío requiere el alimento, acabará tan muerto como esas golondrinas en la casa del sabio. Cuando abres de nuevo el cajón de la mesa, lees el poema y descubres aquello que tienes que eliminar. Lo ves tan claro que el desvío se ha marchado, ha muerto, se ha quedado en el fondo del hueco.

Los matices en cambio no precisan de comida. No hablan, no se inclinan. Ellos son tan puros que nunca se han escondido en ninguna certeza. No hay matices malvados, todos ellos son libres.

Los desvíos son nómadas, los matices sentencias. El zumo de acerola quiere dejar de ser lo que no ha sido. En cambio el de tomate precisa de pimienta, de sal y de ternura.

Un desvío es un gitano que vive en la poesía. Un matiz es un fruto que enriquece al verso.

Después de media vida, los desvíos los expulso. Los matices no vienen, hay que ir a buscarlos.