jueves, 25 de agosto de 2011

27 (Veintisiete)



Loreto siempre decía que los ángeles negros buscaban la verdad por encima de las cosas. Y las cosas no falsas, sus cosas, venían de madrugada.

La primera vez que la vi estaba con unas amigas en un banco del instituto. Hablaban con el tono de voz ensimismado. El ruido del centro confundía los matices, no obstante, el apaciguamiento siempre queda en lo cierto. Paseaba cerca del mismo banco los días posteriores al encuentro. Incluso en una ocasión dirigí las palabras hacia ella mientras recibía una respuesta propia de mujer: “Hola”.

Ese hola me supo a terciopelo. Comencé –como un mal temido- a escribirle poemas, y semanas después, cuando dispuse de un número ejemplar (tres o cuatro), me dirigí al banco de marras. Le acerqué los folios mientras indicaba: “¿Son para mí, verdad?”.

La mujer, que no es tonta, había descubierto el acercamiento, la verdad y los matices de mi rostro adolescente.

Su novio era un pamplinas. Decidió cambiar la realidad por los paseos inciertos en su pueblo. Se alimentaba de todo cuanto le contaba los lunes. Y descubrí la grandeza de la belleza de sus ojos negros.

Tal vez por la proximidad de su muerte, tan joven, especuló con la conciencia, y dejó de ser mujer a ratos, lo mismo que esperaba sentada en el banco los lunes.

De Loreto aprendí, sobre todo, la vida. La belleza de unos ojos de mujer y la soltura de expresión.

La última vez que me visitó, estaba dormido, comenzó a recordar el nombre de todas y cada una de sus compañeras de instituto. La que le acompañaba, la que resultó dama de honor en el certamen de belleza local que había ganado, la que fue pillada con la chuleta en el muslo en un examen de Historia. Todas estaban cerca, pero ninguna era. La única muerta era Loreto.

Loreto era un ángel negro que ahora me visita. Loreto me quería y amaba mis poemas, aunque nunca entendía nada. Nada parece nadie.