martes, 9 de agosto de 2011

11 (Once)



El comedor de Marcela era una especie de concesión administrativa a perpetuidad. Siempre estaba la buena y gruesa señora mayor que repartía los macarrones con cuchara de palo. Si le mirabas con ojos indolentes refunfuñaba, pero servía el plato con generosidad.

Mi padre pagaba doce pesetas al mes por el almuerzo de sus tres hijos. Salías de casa a las ocho y media y volvías a la siete de la tarde. La vida se hacía en el aula, en el patio. Siempre me sentaba junto a la ventana, olía el mar y veía la veleta que, en las mañanas de invierno, giraba sin detenerse nunca.

Mientras Rafael publicaba hoy una reseña sobre el libro Para entregar en mano de José Luis García Martín, me llegaba un paquete de Elías con otro libro: Capricho extremeño de Andrés Trapiello. Bellamente editado, con un cuerpo de letra un poco excesivo, pero que aporta volumen a la obra. Comencé su lectura. Aprendo de ambos. De los viajes y los virajes, y de la esencia.

Puerto Real era un pueblo tranquilo, con esencia. Los ángeles pasaban de largo y los diablos se sentaban frente al ayuntamiento. Mi padre alimentaba a un fotógrafo y a diez aprendices. Cada vez que acudía a algún lugar sentía la presencia del hacedor de fotos recogiendo instantáneas.

Leía El Quijote todos los días, y reía tanto que mi vida disfrutaba. Vivir a medias o no vivir. Tú eliges. Amaba las clases de francés y al hermano visitador y su sotana negra. Nunca probé una hamburguesa. Prefería las cañaillas.

He soñado muchas veces con ese comedor, con el colegio, con los Episodios Nacionales de Galdós, con los versos de Quevedo.

Hoy por doce pesetas no te dan ni las gracias, y roban el resto de tu vida y sin amor. Pero el amor, como el verso, se presenta desnudo y sin palabras.

Acudo a casa de mi madre para ver un bolso rojo y malo, repleto de mis fotos. Hay fotos de la boda. Siempre salgo velado.