lunes, 2 de mayo de 2011

Veintinueve



Hace mucho frío. La humedad de la tierra me ha subido al alma, y tiemblo. Una araña con el cuerpo tatuado asciende por la pierna. En un instante pasado llegó al fin de sus días. Pienso en Sábato. Su lectura me impresionó en la adolescencia, incluso alguna vez acudí a él en su palabra. Todos le recuerdan como un grande. Admiraba la pintura y la música, estudió Física, y cultivó con notable lucidez el ensayo. El túnel (1948) fue devorado en varias ocasiones, con fascinación y credibilidad. Pero sobre todo fueron sus fantasmas los que ahora recuerdo. Se han ido al universo paralelo de los Informes sobre ciegos. Larga vida Sábato, allá donde estés.

Unir la decadencia y la independencia fue algo muy pretendido en la poesía contemporánea de los años ochenta. Tanto, que resultó un complejo experimento, propio de Sábato en Sobre héroes y tumbas (1961). Se utilizaba mucho la expresión decadentista para la poesía en los circuitos literarios reales y eficaces. Comentaba un poeta extremeño hace unos días que García Martín –que sabe de eso- ha mencionado en alguna ocasión la poca validez y la ausencia de confianza y veracidad de los suplementos literarios españoles en la actualidad.

No ha parado de llover. La tierra es incapaz de absorber tanta agua, y eso se nota en el ambiente. No me atrevo a encender la chimenea ya que mis compañeras de casa (las arañas), me tacharían la loco. Pero lo haría de buena gana. No quiero ser Fernando Vidal Olmos. Esta vida es una gran metáfora. Mi cuerpo se está transformando en un cambio semántico inoportuno. No es el momento todavía, aún preciso alguna que otra discusión con estos fantasmas que aparecen a cualquier hora por Siltolá.

He propuesto a Pablo Moreno y a Juan Peña una presentación mutua. Así, recíprocamente, como ocurre en Londres, en sus tertulias oscuras y repletas de cultura. Tengo que preparar esta semana unas palabras para Manuel Gahete, y otras para Pablo García Baena. Ambos estarán en la Feria del Libro de Córdoba. Me alegra salir de Sevilla en estos días inciertos de abril (ya es mayo), donde todo es ficción y fantasía. También debo decir algo en la Feria del Libro de Cádiz, para Ángel Mendoza y Antonio Serrano Cueto. En esta semana, que termina en domingo.

Es visible la decadencia de Sevilla. Y lo es por momentos, a pasos agigantados. He mirado a mis hijos y les he dicho con matices: “¡Sevillanos!”. Una ciudad pequeña, mal intencionada, donde no quieren estar ni siquiera los fantasmas. Esos que se visten de elegancia y te hablan al oído en las mañanas de calor soporífero. Sevilla es ya un término figurado y, o cambia, o pierde todos los atributos innatos y desconocidos por culpa del miedo.

Necesito diez minutos para prepararme un poco de comida. En cambio siete meses para escribir un poema que aún no he culminado. Se titula “Las bodas de Caná” y busca la simpleza en la expresión, para terminar en uno de esos latigazos que te da la vida de vez en cuando. Parece que el poema y sus versos han hecho que entre en calor. Miro hacia el pasillo y aparece Sábato. Le faltan unos días para cumplir los cien años. Debo comprar una tarta.