jueves, 2 de septiembre de 2010

The Face (veintinueve) (Tercera Inclinación)



Mi odio hacia las mujeres viene de antiguo. Nada más nacer una tía muy fea, gorda y con gafas, me arreó una serie de galletas en el culete para que llorara o llorase. ¡Qué cabreo pillé! Eso no era una comadrona, era una comadreja. Se llamaba Otilia, la muy jodida. Decían que en su casa era un sol, pero siempre la imaginé embotellada.

Con el paso del tiempo, al verla pasear por Puerto Real, intentaba vengarme, pero ella me reconocía y “cariñosamente” me saludaba dándome tortitas en la cara. “¡Qué mono te estás poniendo Javi!”. ¡Maldita mujer!

Después mi experiencia con las féminas pasaron por las empleadas que mi padre. Tenía una sastrería en el pueblo y en ella trabajaban chicas costureras. Lo de la reconversión de Astilleros fue verdad. Estaban todas reconvertidas. Me cogían y manipulaban mi propia esencia. No podía estar tranquilo. Decían que me querían mucho. ¡Mentira! ¡Mentira cochina! No me dejaban en paz ni un solo momento.

Mi madre, también mujer, era buena. Pero siempre estaba triste. Y amargó mi crecimiento. Mi cariño real se fue desvirtuando hacia la incontinencia urinaria y el colon irritable.

Después la boda que organizó mi tía cuando tenía tres años. Y esa niña cursi y repelente con muñecas. Al altar con juguetes.

En el colegio, además de las cuarenta mil galletas recibidas (del hermano visitador y de otros profesores), pasaba desapercibido. Tal vez fue el momento más álgido de mi carrera. Pero pronto comenzaron los versos y la efervescencia masculina brotando a destajo. Jugué mucho al Scalextric. Yo solo. Y los mandos los tenía gastados, ya me entienden.

Si a una jovencita, con más tiros dados que la pistola de Bonanza, le recitaba unos poemas, me agarraba el paquete, y no el de Ducados precisamente. Y desde luego no acababa nunca de entender la similitud que tenían los versos con la nicotina.

Pasaron los años y la verdad se convirtió en misterio. Otilia, las empleadas, mi madre, la tía de mi padre, la fumadora empedernida. Todas guardan un mal recuerdo en mi memoria. Tal vez, como el sufrimiento anónimo del propio secreto.