miércoles, 23 de junio de 2010

(Jeremy Iustix 4)



Todos disponemos de una esencia única. Una esencia con la que nos identificamos. Una esencia que trasladamos de un lugar a otro sin dudas ni misterios.

La esencia debemos conocerla. Ocurre que cuando más nos adentramos en ella se vuelve accidental. Y así comencé la aventura de mi propio accidente. La suerte o el azar guardan relación con la esencia. ¿Quién me iba a decir que un día cualquiera de mi vida se cambiaria mi propia esencia? Hechos accidentales, regocijos, afecciones.

Nuestra esencia está repleta de accidentes. Accidentes comunes al ser humano. El mío ocurrió una mañana cualquiera en Bloomsbury. Una mañana de verano que llovía. El agua dispersa y clara que viaja por Londres en las primeras horas.

Todo se genera. Todo se detiene. La naturaleza es capaz de demostrarnos que la espontaneidad no existe, y si alguna vez aparece, es incapaz de generar esencia.

Solía generar poco, la verdad. Mi producción era escasa y disfrutaba con las clases. El tiempo libre lo malgastaba en derrochar segundos familiares y minutos amigables. El teléfono y el correo hacían las veces de producciones. Producciones multimedia a las que nunca llame materia.

La esencia no puede ser nombrada, la defino mejor como denominada. Los fundamentos que provocaron el acercamiento de ese autobús hacia mi cuerpo aún permanecen en mi cabeza.

El accidente generó una esencia diferente. Cuando abrí los ojos era otra persona. Me cansé de las casualidades y acabé odiando el anglicanismo patético de las categorías. Miraba mi cuerpo, sentía la inmovilidad. Me había convertido en una especie distinta.