viernes, 28 de mayo de 2010

Cadión (Elogio de la Irreverencia XXXI)



No podía pensar que hubiera tantos impresentables juntos en pocos metros cuadrados. Tantos y tan pocos. Es la teoría de la abundancia. Riegas las macetas con premura y las hojas crecen, y florecen las artes.

Un muletazo de Morante vale un paisaje urbano. Un cuadro costumbrista de otro siglo. Una pintura de alguien que dice pintar como los ángeles.

No se entiende lo que digo, no se responde a las preguntas. Se afirma y se afirma sin saber escuchar, o mejor, sin saber oír.

Un día el hombre dejará de estar solo, pero por favor que tarde, que tarde lo previsible y lo infinito.

Todo lo que me rodea es un diálogo de Platón. O mejor un álogo.

Me pongo nervioso cuando dios sale a dar un paseo. Ha hecho amistad con el cabrero y vuelve a las tantas. Cuando recoge el rebaño.

Salió a las cinco y son las tres de la mañana. Llegará exhausto, con hambre. Todavía queda medio calabacín.

Las hormigas, como los poetas, se han comido el alimento de los pájaros. Tendré que coger una manguera y matarlas a todas. Como a los poetas, que mueren en su propia desesperación.

Llega dios, y lo hace sin hacer ruido. Piensa que estoy dormido y se sorprende. Nadie se acordaba de Luis Rosales y ahora Rosales hasta en la sopa (justamente). Zamarreño, Grande. Los de siempre. Los que leíamos los amantes de Rosales.

Y ahora, estos hijos de dios, han descubierto a un poeta. Impresentables. Poetas.

La ignorancia se funde como el queso, y hay que hablar de algo. Hay que llenar las páginas de algo. Y Rosales suena bien. No lleva acento y tiene tres vocales.